Mirror, mirror...

Qué bonita se ve, con esos cachetes sonrosados y los labios rojos; con toda esa sangre entre sus piernas, sangre que se le escapa de aquella vieja herida, la única, la primera.

Qué ganas de abrirla como un joyero, por la mitad, y robarle las perlas del estómago.

Qué triste tener que pedirte que sonrías, a cámara; qué triste, y qué fácil.

Epílogo

Permanece, en este cuerpo, el miedo. A la oscuridad. A lo que podría ser. A la sangre entre las manos. Nada que ver con el miedo al propio cuerpo (a lo que se va por el desagüe), a la asignación de género, a querer hacerse responsable de toda aquella propaganda que atraviesa los cerebros y promete confort a dentelladas. No. En un mundo de ciencia ficción como el que nos atenaza, la farmacopedia ha desplazado a Juno y a Deméter. Tener útero poco tiene ya que ver con la tierra fresca y removida. Con el mito. Con la magia. Tiene que ver con la bendita esclavitud de un sistema de poder, con la desobediencia, con Lilith sindicándose porque no quiere que sus hijas se conformen con una mera reforma del contrato.

Eludir la definición: Soy no-mujer. Soy sistema abierto. Salirse del marco. Escribir desde los márgenes, fuera del cuerpo. Pues hay sed de sangre. Y necesidad de pactos. Despiertas y sin miedo. Resucitadas. Vestidas todas de blanco. Nuclear. Preparamos los lienzos yermos desde donde crear un nuevo y bravo mundo.

El talento como metralla orgánica. No es venganza; es empuñar el verbo, asumir el instinto y abrir en canal al enemigo. Frente al espejo.


*Sangrantes. Origami, 2012. 

Doble o nada

Salgo de casa. De casa. Salgo. Porque escribir es como llorar. Muy alto. Llorar. Muy triste. Sobre el televisor. Sobre una agenda.  Sobre toda esa mierda tan bien estructurada. Huyo. De casa. Después de que me llames, y me digas. Después de que me escupas. Mentiras. Con la mina clavada. Bajo la piel. Los dedos sobre las teclas. Estos dedos, estas teclas. Los tristes dedos que me meto en mi triste hueco, ahora sobre las teclas. Antes sosteniendo un pincel, y un lápiz. De ojos. De ojeras. Dibujar el cansancio en este marco, que es espejo, que es dolor de muelas. Que es entrada y a la vez infierno. Personal. El maldito reflejo. Estúpido, sumiso y fiel. Ligado a tu abismo. Sujeto a toda esa tinta derramada, sobre la cama. Sobre este cuaderno. Sobre mi espalda. Corro. Por la calle. Creo que vuelo, pero solo es el viento, que me muerde. Solo el recuerdo, que me mata. Un poco, solo un poco. Y entro, en una papelería. Compro. Dos lápices 2B. Siento. Que resucito. Miento.

I want to believe

Un corazón sonrosado quiero cenar si mañana me voy a morir. Un corazón sonrosado quiero cenar si faltan cien años para el fin. Y dejar de gotear. Dejar de latir. Dejar de gritar. Hacia dentro. Entre tantas deudas mal enunciadas. Entre toda esta tristeza que no termina de irse por el desagüe. Pierna abajo viajan las cuentas que no cuadran, las tildes mal puestas, el dolor intermitente que, por mucho que rece, no cesa. 

Creo. En el presente que se desangra. En los labios que lo contienen. En este tic, tac que amaga con salirse de mi pecho de quinceañera.

Veo. Esa imagen rota, de ti, e imagino un mañana que nos sostenga. Tal vez. Que nos comprenda. Al fin. Que no se pierda entre todos estos eclipses traviesos, sangrantes; crueles y tiernos.

Pienso. En la posibilidad de una isla. En quererte hasta el hueso. En la realidad transitiva que es amar. A lo bestia. Sin piedad.

Siento. Que no hay futuro en este parque de atracciones. Que querer no es cambiar una montaña rusa por un ramo de flores. Muertas. Que el dolor que nos define poco tiene que ver con esta herida abierta de la que se alimentan carroñeros que no pueden -no quieren- esperar. A que nuestros cadáveres se descompongan. A que el recuerdo quede hecho cenizas. A que nos abrasemos en este rojo amanecer que amenaza con no acabar. Nunca. Nunca. Nunca. Jamás.